Sobre escribir y decir la verdad
Por: Manuela Espinal Solano
Desde que tengo memoria, mis textos sueltos (los que llamé poemas, los relatos que envié a concursos, las tareas que entregué en el colegio, mis novelas) han tenido vocación de diario. Siempre he disfrutado de escuchar y tomar nota, de espiar o entrevistar –según se le mire, según sea el caso—.
¿Qué ha hecho esto en mí?
Soy un personaje, soy lo que he escrito. Qué más podría querer saber cualquiera sobre mí. Crecí en medio de una pobreza extraña: vestidos brillantes, zapatos altos, equipos de sonido pesados y maltrechos, una casa que el banco se llevó, cuentas que podían pagarse solo de a poco. El talento era la única riqueza que teníamos.
De ahí que no existiera otra forma, otro camino más, que el arte. Empecé a escribir y mi familia agradeció el “homenaje” que les hacía con la literatura. Aunque, también, temieron. Finalmente, un hogar donde los adultos lloriqueaban más que los niños, una madre vestida de lentejuelas, incluso para hacer las compras, y dos abuelos que no daban fe de la edad que tenían, parecían insumos perfectos para una novela… ¿no?
Sin embargo, el enfrentarme a la página en blanco y escribir a partir de las memorias siempre, sin excepción, ha sido trabajoso para mí. No solo me ha costado el hábito y la disciplina, el fluir de las palabras y la soñada inspiración. Sino que también me he cargado con el temor de no poder escribir sobre nada más. La memoria (que repite recuerdos, que puede ser borrada de raíz por una enfermedad aterradora) se me antoja un recurso limitado. Uno del que, me temo, parezco depender.
Esta fijación por lo real me ha llevado a retrasar, remendar y reevaluar casi todos mis textos. Haciendo que mi proceso de escritura sea lento y, francamente, insostenible.
Hablo de que solo me gusta o, para ser honesta, solo puedo escribir sobre lo que me ocurre (sobre la verdad, los hechos) y, si no pasa nada en mi vida o, por el contrario, las cosas cambian drásticamente, entonces también debe cambiar el texto.
Me pasó con mi más reciente novela, Ya nadie canta. Después de tres años en los que apenas pude producir unas 100 páginas di por cerrado el relato. Lo entregué con poca fe de que pudiera publicarse, pero con el entusiasmo de haber dejado atrás un texto al que no quería regresar.
Y, entonces, ocurrió lo terrible: mi abuelo murió y todo cambió. Cambió la vida, la casa, se apagó gran parte de la música familiar. Y, también, cambió el texto. El protagonista había muerto, ¿cómo podía dejar eso por fuera del relato? Tuve que ponerme a trabajar de nuevo en él y sentí, para mi sorpresa, una oleada de adrenalina. Por fin algo verdaderamente dramático tocaría una de mis novelas. Nada antes de esto, nada, había sido tan importante para mis personajes. La vida del abuelo había terminado y el personaje, por fin, vivía.
Escribí lo que pude y como pude mientras mamá lloraba y cantaba, y la abuela pasaba por un estado de shock que le impedía enterarse completamente de que la persona con la que compartió más de 60 años de su vida, no existía más. Y de ahí salió la verdadera novela.
Escribir solo sobre la vida propia es un desperdicio, como todo acto de vanidad. Es un trabajo riesgoso y, a la vez, tan sencillo. Es una verdadera tarea muerta.
Es lo que hago todos los días, cada vez que puedo, cada vez que aguzo el oído y me hago consciente del otro. Es una pequeña obsesión. Es una libretita pequeña, es un bloc de notas en mi celular. Es la tarea que yo misma me impuse en la vida. Documentar, escuchar, escribir, prestar atención, mentir, decir la verdad, distorsionar un poco los hechos, camuflarse entre las letras.
Y es que, como dice aquella canción de Alcolirykoz: “Yo siempre digo la verdad, aún cuando miento.