El ascenso
Por: Juan David Mesa Valencia.
Él siempre entraba a las 7:38 a.m. por la inmensa puerta tornasol del edificio donde trabajaba hace una década. Cuando alguien preguntaba el por qué esa costumbre, respondía con vehemencia: “como yo no hay dos, además el ocho es mi número de la suerte” cerrando con una sonrisa esculpida a la perfección por su odontólogo.
Hoy era gerente de seguridad informática de la compañía que hace diez años, su director de tesis le había dicho que no recibiría a un ingenuo como él. Recordaba ese viejo escuálido que, en una oficina oscura y fría de dos por dos, antes de darle el aval a su tesis para optar al título de Ingeniero, le dijo “casi que no lo logra. Yo sí sabía que usted era lento, pero no tanto. Le doy un consejo: olvídese de esa empresa que lo obsesiona. Allá no contratan gente mediocre. Ese modelo matemático suyo es un chiste”. Después de esa, sentencia le entregó la carta de aprobación de la tesis y se marchó sin mirarlo. Pablo quedó en ese lugar que apestaba a ajo, con la frustración de haber respondido solo con una mirada evasiva.
Pablo se vendía como un tipo amable. En las reuniones de su equipo de trabajo acostumbraba llevar pasteles con algún relleno exótico. Siempre encontraba como mostrar que su tesón y trabajo arduo lo habían llevado a ser uno de los directores más jóvenes de la empresa que lo enamoró desde su pregrado. Estaba convencido de que sus anécdotas inspiraban a sus “pupilos” a llegar lejos en sus carreras profesionales. Era experto en disfrazar su petulancia de generosidad. Solo su terapeuta sabía que esos comportamientos estaban diseñados para atenuar sus inseguridades y el anhelo de venganza, que lo impulsaban desde que aprobó su tesis.
En las noches de insomnio, revivía con exactitud el 15 de octubre de 2014, día de su ceremonia de grado. Recordaba el escenario sepia del auditorio, donde no solo lo esperaba un diploma que lo proclamaban 'Ingeniero Matemático', también estaba allí el viejo escuálido, con una mueca disfrazada de sonrisa. Ese día los abrazos y besos de su familia afuera del auditorio fueron eclipsados por un cólico y hervor en las mejillas, que pararon solo esa noche en el silencio de su cuarto tras hacerse una promesa muda: "Me la vas a pagar, hijueputa. Un día te demostraré que el lento sos vos".
Escuchar por los pasillos de su trabajo: "Hola, doctor", "Hoy está muy bonito, doctor", "Pablo, gracias por esa idea", lo hacían sentir gigante. Tener la oficina con el ventanal más grande del onceavo piso lo enorgullecía. La compra reciente de un loft en la loma lo convencía de su éxito. Pero ninguno de esos artilugios hacía desaparecer los retorcijones de estómago y el ardor en su cara cada vez que se encontraba con cualquier viejo escuálido que le olía a ajo. Nada lograba desterrar de sus entrañas al patético Pablo de la universidad que fue incapaz de defenderse y que tocaba a su puerta cada vez que las cosas no salían como las deseaba.
Sus cólicos y el hervor de sus mejillas eran manejables, rara vez se encontraba con alguien que reviviera el día de su promesa. El patético, que fue incapaz de defenderse, ahora se envolvía en varios kilos de musculo, producto de obsesivas rutinas de gimnasio. El guerrero vikingo tatuado en su brazo izquierdo estaba seguro de que le sumaba un aire intimidante. Esta superposición de capas había hecho que se convenciera de que estaba en el mejor momento de su vida. Tanto así que la promesa hecha hace diez años en ese auditorio a veces le parecía una niñería.
Entre rutinas obsesivas, halagos en los pasillos de la empresa, ceros adicionales en su cuenta bancaria, viajes innecesarios y fiestas de varios días, transcurría su vida. No había sobresaltos, solo un ascenso directo a la promesa de felicidad del mundo que habitaba.
"Hay cosas que importan, pero a veces sirve más el dinero", fue el resumen de la conversación con Joaquina, su hermana menor, cuando esta lo llamó después de esperarlo casi una hora, ese día de agosto en el café Mon, como habían acordado.
—Pablo, imbécil, ¿dónde estás? ¡Te necesito!
—Ay, Quina, se presentó algo en la empresa, vos sabes cómo es la vaina.
—Sí, yo sé que sos un puto workaholic exitoso, pero vos mismo fuiste quien me dijo que habláramos. Esto que me está pasando es más grande que yo y se supone que me ibas a ayudar.
—Mira, manita, no me da; no puedo irme de la oficina. Te estoy transfiriendo en este momento cuatrocientas mil pesos y te voy a mandar el contacto de William, mi psicólogo; cuadra una cita con él, te va a servir.
—La plata y la vanidad te tienen el cerebro destruido, ¡malparido!
—Podes tener razón, hay cosas importantes, pero sirve más el dinero; como en este caso. Yo te puedo escuchar, pero la cita con William de verdad te va a servir. Otro día hablamos, ¿sí?
Conforme Pablo terminaba su última palabra, lo único que se le devolvió fue el silencio con el que su hermana lo mandó a la mierda. Esa fue la última conversación de ambos, pues si bien Joaquina se prometió, si acaso en adelante, simplemente responderle el saludo a su hermano, Pablo no tuvo más oportunidades para transferirle dinero para psicoterapia o inventar excusas para no verse. No pudo comprar el Maserati que lo flechó en el salón del automóvil. Tampoco pudo asistir a la cita del viernes para tatuarse "memento mori" en el pecho.
Esa noche, mientras un halo de remordimiento lo acompañaba, por no haberse visto con su hermana, la frase “La plata y la vanidad te tienen el cerebro destruido, malparido” que le gritó Quina al teléfono, no dejaba de perforar su pecho. Era una presión aguda que hacía que le costara respirar. Buscó sus medicamentos y los tragó desesperado con el agua de su mesa de noche. Tras repetirse durante treinta minutos “le pagué un mes de terapia” y hacer las respiraciones profundas que le enseñó William, su pecho dejó de doler.
Con el convencimiento de ser un “buen hermano”, Pablo se dejó llevar por el sueño sin saber que, una semana después, lo encontrarían en su cuarto, gracias a las llamadas de vecinos a la policía cansados del hedor del pasillo.