Educar para la sostenibilidad,
el reto de las universidades
Esta columna de opinión fue publicada previamente en Vivir en el Poblado y sigue teniendo una gran relevancia en los tiempos actuales.
• La educación da forma a la sociedad y por ende está llamada a jugar un papel protagónico en el cuidado del planeta desde todas sus dimensiones. Por eso, uno de los retos a los que deben responder hoy las universidades es a educar en sostenibilidad, tanto desde el aprendizaje y la investigación, como en lo que tiene que ver con la proyección social y el relacionamiento con otros actores.
• A propósito del Día de la Tierra, que se conmemoró el 22 de abril, y de la apertura del curso Docencia universitaria para la sostenibilidad, Alejandro Alvarez, profesor de la Escuela de Ciencias Aplicadas e Ingeniería, y líder de esta iniciativa, nos comparte su reflexión sobre la importancia de esta apuesta institucional y cómo la vivimos en la U.
«Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro». Con esta afirmación comienza la Carta de la Tierra, publicada en el año 2000. Al revisarla hoy en los dos elementos que la componen (el momento crítico y la elección del futuro), nos encontramos con que es más relevante que hace veinte años.
Por un lado, porque atravesamos una crisis más profunda: no solo debido a los impactos del COVID-19 en la salud, sino también por las consecuencias socioeconómicas que se derivarán de la pandemia y, peor aún, porque las amenazas que se perfilan a nivel mundial en relación con la crisis planetaria (encabezada por la emergencia climática y el colapso de la biodiversidad) han aumentado. Y en cuanto al llamado a que la humanidad eligiera su futuro, ¿qué podríamos decir hoy? Una respuesta optimista señalaría que, desde 2015, la humanidad se decidió explícitamente por la construcción de un futuro justo y en armonía con la naturaleza, es decir, que eligió el camino de la sostenibilidad.
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) planteados por la ONU para el año 2030 representan una aproximación a una visión compartida sobre lo que la humanidad quiere que la caracterice en el futuro próximo: personas que vivan una vida digna, una economía global próspera, naciones en paz y dispuestas a cooperar, y un planeta sano. Sin embargo, la respuesta es «optimista» porque, a pesar de que los ODS están ahí como un norte acordado entre las naciones del mundo y aunque en Colombia existen esfuerzos por alcanzarlos, su sentido y su esencia todavía no se han enraizado con profundidad suficiente en nuestra cultura (en los estilos de vida, los valores, las tradiciones y las creencias). Es decir, hace falta incorporar con más fuerza en nuestros valores y paradigmas como sociedad, y en nuestra cotidianidad como individuos, la idea (o, más bien, el imperativo ético) de contribuir a forjar
una sociedad justa y en armonía con la naturaleza. ¿Pero cómo dar lugar a una cultura para la sostenibilidad?
Según dice Cayetano Betancur en Una filosofía pedagógica, «después de aceptar que la educación tiene fines y que sin ellos no se concibe adecuadamente, la determinación de esos fines se vincula al problema del destino mismo del ser humano». Para este filósofo, la definición de los propósitos de la educación está ligada a la elección del futuro de la humanidad –del destino del ser humano– y, por ende, preguntarse para qué educar pasa por plantearse qué tipo de sociedad se desea. Justamente, y uniendo todo lo anterior, podríamos decir que
la educación tiene como una de sus tareas (uno de sus fines) aportar a ese futuro sostenible que como humanidad hemos elegido (el destino del ser humano).
En la educación encontramos respuesta a la necesidad de apropiarnos de la esencia de la sostenibilidad hasta el punto de que sea parte de nuestra cultura, pues, como señala Gabriel Jaime Arango Velásquez en su libro Valor social de la educación y la cultura, la educación es una herramienta que la sociedad históricamente ha usado para inculcar y orientar en cada persona «los principios, valores, actitudes y comportamientos que espera de ella, y la cultura que la identifica con el grupo».
Esto va de la mano con las Reflexiones sobre educación, ética y política de Beatriz Restrepo Gallego. En ellas, esta gran filósofa explica que «la educación ha de ser entendida […] como autoformación integral tanto individual como social» y resalta que este en un proceso «para la vida (social, política y moral)». En otras palabras, mediante la experiencia educativa nos autoformamos en valores y damos orientación a nuestras actitudes y comportamientos para la vida como individuos y en sociedad, según –y dando lugar a– nuestra cultura.
La educación da forma a la sociedad y por ende está llamada a jugar un papel protagónico en los procesos de transformación cultural, como lo es la búsqueda de la sostenibilidad. También nos dice la maestra Restrepo que «la responsabilidad de la Universidad de aportar a la solución de los problemas de todo orden de la sociedad es ineludible». Precisamente los ODS nos entregan una lista de esos problemas (de todo orden) que enfrenta la humanidad: erradicar la pobreza y el hambre; garantizar la salud, el acceso a la educación y la equidad de género; asegurar la prestación de servicios (agua, energía, transporte, internet, etc.); generar empleo y reducir las desigualdades; buscar la paz y combatir la corrupción; y, por supuesto, regenerar y cuidar el planeta. Aparece entonces una primera conclusión: no es solo que las universidades puedan aportar a construir una cultura para la sostenibilidad: hacerlo es una responsabilidad ineludible.
La Unesco expresa claramente que se necesita «un replanteamiento del modo en que nos relacionamos los unos con los otros y del
cómo interactuamos con los ecosistemas que sustentan nuestras vidas» y propone la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS) como vía para que las personas podamos «tomar decisiones fundamentadas y adoptar medidas responsables en favor de la integridad del medio ambiente, la viabilidad económica, y de lograr la justicia social para las
generaciones actuales y venideras, respetando al mismo tiempo la diversidad cultural». Con el ánimo de concretar estos propósitos, esta misma organización, en su recién publicada Hoja de ruta para la Educación para el Desarrollo Sostenible, invita a multiplicar los esfuerzos para que la educación conduzca al alcance de los ODS. Para esto se propone no solo dar a conocerlos, sino también revisar los ODS de manera crítica y contextualizada, y, sobre todo, movilizar acciones que nos acerquen a su alcance y, así, hacer del desarrollo sostenible una realidad.
Aunque es necesario comprender que educar para un desarrollo sostenible va mucho más allá de enseñar a separar los residuos –a ahorrar agua al cepillarse los dientes, a apagar los focos, etc.–, es evidente que
los asuntos de la dimensión ecológica son particularmente urgentes. Como ya se expuso, los ODS comprenden una gama amplísima de áreas y de retos que demandan atención desde todos los campos disciplinares; y si bien es comprensible que una disciplina sea más afín a unos objetivos que otra, no existe exclusividad disciplinar, sino que, al contrario, se invita a trabajar desde una perspectiva inter y transdisciplinar. De esta manera, desde cualquier área del conocimiento pueden hacerse aportes significativos a la solución de la crisis ecológica, pues el maltrato de los ecosistemas globales es resultado del modelo de civilización dominante (de las estructuras de los sistemas industrial y económico, de las formas de organización social). A la vez que la crisis ecológica es consecuencia de nuestro modelo de desarrollo, podría llegar a ser también la causa del colapso civilizatorio, pues pone en riesgo los beneficios sociales y económicos que como humanidad hemos alcanzado (y los que están aún por alcanzar). No es una exageración apocalíptica, es la realidad que nos rodea y que debemos reconocer y transformar. La pandemia que atravesamos lo ratifica: el COVID-19 es una enfermedad zoonótica causada por la degradación de los ecosistemas que puso de rodillas a la economía global y que desde ya está causando impactos sociales devastadores. La salud de los ecosistemas y de la humanidad van de la mano.
Es impostergable entonces incluir la variable ecológica en todas las disciplinas para comprender cómo abordar estos retos. No se trata de crear un curso de ecología y pare de contar: lo que se busca es relacionar los temas y los conceptos de las diversas disciplinas con aquello relevante en términos del entorno ecológico del que dependemos. Y, más allá de la perspectiva temática, la educación, si ha de ser útil para aportar a la sostenibilidad, debe reorientarse para fomentar en la juventud el desarrollo de competencias como el pensamiento sistémico (para reconocer diferentes interacciones), el pensamiento crítico (para cuestionar normas y reflexionar sobre los valores), la colaboración (para aprender de otros, y comprender y respetar sus necesidades y perspectivas), la autoconciencia (para reflexionar sobre el rol que cada uno tiene en la comunidad local y en la sociedad), entre otras. El desarrollo de estas competencias requiere modelos educativos que cuenten con estrategias pedagógicas por medio de las cuales se estimule no solo i) el dominio cognitivo de los estudiantes, sino también los dominios ii) socioemocional (por ejemplo, las habilidades de colaboración y de autoreflexión) y iii) conductual (las competencias de acción), que se estimulan por medio del aprendizaje activo y experiencial. Para lograr que los estudiantes desarrollen estas competencias, es obviamente indispensable que los docentes nos pongamos también en la tarea de actualizarnos de manera que podamos acompañar de una mejor manera los procesos de aprendizaje y potenciar las contribuciones de la investigación al desarrollo sostenible. Dicho sea de paso, se necesita un mayor acercamiento de las universidades a las comunidades para conocer los retos que enfrentan e incorporarlos en los ejercicios de investigación y de docencia.
En la Universidad EAFIT, esta declaración se materializa de manera general su Propósito-Misión, “Somos una comunidad de conocimientos y saberes aplicados para la solución de problemas, en conexión con las organizaciones, que genera valor y desarrollo sostenible.” De manera más específica y en el ámbito ecológico, este compromiso se refleja en la oferta académica, así como en el concepto de Universidad Parque y en la gestión del campus en cuanto a
infraestructura, residuos, agua y energía. Un punto importante a resaltar es que entre los rasgos que deben caracterizar a la comunidad universitaria está el compromiso con el planeta. Este es otro otro gran impulso para continuar con las buenas prácticas existentes y aprovechar las grandes oportunidades que tenemos de seguir mejorando;
ecologizar el currículo, formarnos como mejores docentes, y enverdecer más el campus, cambiar nuestros patrones de movilidad (responsables del 82% de la huella de carbono en 2019).
En conclusión, el reto que enfrentan las universidades de educar para el desarrollo sostenible se traduce en diversas tareas que atraviesan el aprendizaje (los contenidos, las metodologías) y la investigación, así como la gestión organizacional y de la planta física, y el relacionamiento con los demás actores de la sociedad; es, como puede verse, un propósito que abarca la institución completa. Toda contribución es necesaria y bienvenida.