Por Carlos Julio Arango Benjumea, docente de la Escuela de Derecho
La Constitución Política consagra como derecho fundamental la protesta pacífica (art. 37) al permitirle al pueblo que se reúna y se manifieste pública y pacíficamente. Un derecho, además, de aplicación inmediata y directa (art. 85), que está conectado ineludiblemente con otros derechos del mismo rango como el de la libertad (art. 28); el del libre desarrollo de la personalidad (art. 16); la libertad de conciencia –convicciones y creencias- (art. 18); la libertad de expresión y difusión del pensamiento (art. 20); la libertad de locomoción (art. 24). Estos preceptos superiores no son ni pueden ser letra muerta. Amparan y posibilitan que las personas hagan reclamos legítimos ante las autoridades que se han erigido como representantes del Estado Social de Derecho; para que se les exija a estas el reconocimiento de los derechos constitucionales y legales y garanticen la realización efectiva de los mismos.
Las marchas pacíficas que elevan las voces de inconformidad de amplios sectores tienen legitimidad jurídica y social, y no son solo necesarias sino convenientes y pertinentes para hacer llamados de atención a las fuerzas políticas gobernantes, y también de oposición, sobre la realidad que se está viviendo en este momento histórico por una sociedad ya cansada de no ser escuchada, de promesas reiteradamente incumplidas, de cambios anunciados que se quedan escritos en el papel, de transformaciones anheladas que no llegan, de corrupción rampante y sonante, y de que quiénes tienen la solución en sus manos hagan todo diferente para que las cosas sigan igual.
De ahí, que el estigma que se le quiere imputar a la protesta pública sea un servicio a los intereses oscuros que se cuelan en los movimientos sociales que utilizan un medio de presión justo para pedir, en altavoz, respuestas a los reclamos de una juventud que cree en el cambio del statu quo, en la esperanza de un futuro mejor, en una mayor conciencia social, ambiental, política, económica. Pero también es el grito de otras generaciones que han venido alimentando una rabia contenida por una historia de olvidos y deudas sociales no pagadas de parte de los líderes de turno parapetados en el poder, la indiferencia, la negligencia y la indolencia.
No obstante, el conglomerado que sale a marchar, mirado con desconfianza y reticencia, se expresa a través de la música, de las expresiones artísticas y de las paradas culturales, para demostrar que hay otras maneras de reclamar ajenas a las que utilizan los violentos, que aprovechan el anonimato del movimiento popular, para desestabilizar el orden institucional en procura de lograr sus oscuros intereses, y que deben ser identificados, controlados y aprehendidos por la fuerza pública sin extender, de manera indiscriminada, las medidas represivas a todos los participantes de las marchas y si, en cambio, las medidas defensivas en pro de estos.
No es estigmatizando la protesta social como se arregla el estado de cosas inconstitucionales y sociales, la marginación, la discriminación, la pobreza, la falta de oportunidades. La desesperanza lleva de manera inexorable a la violencia como última ratio al agotar todos los mecanismos del conducto regular para hacer reclamaciones ante las autoridades que según la misma Carta Magna “están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares.”(art. 2); y así poder cumplir con uno de los fines del Estado, cual es, “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación.” (art. 2).
El diálogo directo y respetuoso, en igualdad de condiciones de las partes, y las propuestas claras y asertivas como resultado de un verdadero ejercicio de acercamiento son un principio de solución, pero no son suficientes para encontrarle una salida a las necesidades sentidas y que claman con urgencia voluntad política de todos los involucrados, prontitud, realización y eficacia. De esta manera la crisis actual se convierte en una oportunidad de oro para una nueva etapa de esperanza, de sueños y propósitos realizables en un país sediento de oportunidades, de paz, de armonía social y de prosperidad para todos los colombianos sin distinción de raza, credo, edad, género, orientación sexual, grado de escolaridad, condición social o económica, y en el que la protesta social pacífica sea un instrumento que avive las fuerzas necesarias para lograrlo.