Por: Gabriel Jaime Arango Velásquez, director de Docencia
En la actualidad Colombia desea y busca una corrección substancial de su devenir histórico y anhela un mejor porvenir para su población, pero en especial para la niñez y la juventud. Para lograrlo, confía plenamente en los poderes cualificadores de la educación y la cultura. En el fomento educativo y cultural tiene la sociedad depositada su confianza para el diseño y la realización de un futuro más promisorio que el presente.
El propósito nacional, que tiende a la construcción de una nueva Colombia, está supeditado a la existencia de hombres y mujeres integralmente desarrollados, capaces de abordar, en forma permanente, la configuración de su identidad personal y cultural, y debidamente predispuestos y capacitados para su realización en el mundo del trabajo. Es esta la suprema tarea confiada a las instituciones educativas en las leyes 30 de 1993, y 115 y 119 de 1994.
De ahí que la acción y la mediación pedagógica de los educadores debe dirigirse prioritariamente a la formación integral de los colombianos, lo que implica trabajar al unísono en todas las dimensiones de la personalidad.
Estas son: desarrollo corporal, físico y biológico; formación de las estructuras racionales y cognitivas para las diversas áreas del saber y el conocimiento; educación de la naturaleza emocional y afectivas del ser humano; formación de la voluntad; adquisición y consolidación de los códigos comunicativos, relacionales y expresivos; comprensión y asimilación de la naturaleza sexuada y de género; definición de la conciencia ética y moral, que sirve de fundamento a la cultura tanto como el mundo de las ideas; conformación de la conciencia cívico-política que debe guiar a todo ciudadano; capacidad para la participación y el disfrute de los procesos de creación de bienes y servicios culturales, entre estos los simbólicos y estéticos; la vocacionalidad para el trabajo; el goce ético de la vida y la apertura a la trascendencia del hombre, es decir, a la convivencia entre los humanos y a la búsqueda de lo absoluto.
Para tales propósitos, la Nación convoca a sus educadores a reconceptualizarse como trabajadores intelectuales de la cultura, en el sentido de que el escritor mexicano Octavio Paz les señala a estos en su ensayo Tiempo Nublado:
“Las dos misiones del intelectual moderno son: en primer término, investigar, crear y transmitir conocimientos, valores y experiencias; enseguida, ejercer la crítica de la sociedad y de sus usos, instituciones y política (…), con el fin de interpretar y dar forma a las ‘confusas aspiraciones populares’ para que el pueblo logre articular sus quejas y sus necesidades en un pensamiento político coherente y en programas realistas, superando las hipnosis ideológicas simplistas”.
Como paradigma para un educador que busca la excelencia en su quehacer, se cuenta con las palabras del filósofo, periodista y educador francés Raymond Aron, quien dijo: “Amo el diálogo con los grandes espíritus y es un gusto que quiero compartir con los estudiantes. Encuentro que los estudiantes tienen necesidad de admirar, y como normalmente no pueden admirar a sus profesores porque son sus examinadores o porque no son admirables, es preciso entonces que admiren los grandes espíritus y que los profesores sean justamente los intérpretes de los grandes espíritus para los estudiantes”.