• Perder el tiempo es una expresión que lanzaban los padres y los educadores del siglo pasado, con la advertencia de lo peligroso que era caer en lo improductivo. El ocio goza de mala reputación.
• Pero hay mucho que hacer con ese tiempo. El asunto está en no esperar a que llegue, sino en abrirle paso con la gratuidad del disfrute. Crear el ocio y hacer de cada día el espacio propio, singular y placentero.
Sí. “Perder el tiempo” es una expresión de regaño que lanzaban las madres, los padres y los educadores del siglo pasado, siempre con la advertencia, a flor de piel, de lo peligroso que resultaba para los retoños perder el tesoro inasible de las horas, caer en lo improductivo, en la quietud que precedía el sueño vespertino, en la languidez de mirar pasar la vida desde el balcón, la ventana o la azotea.
“¡No hay que perder el tiempo!, ¡no es bueno estar ocioso!... Acuérdese de que la pereza es la madre de todos los vicios”…, y uno salía todo culpable a hacer cualquier cosa, a recoger los libros, a organizar el clóset, a botar papeles del escritorio escolar, a ajustar las pocas tuercas y tornillos de la bicicleta, como si en el ajuste se nos fuera la vida empeñados en hacer algo importante, productivo, digno de elogio posterior, justificable del tiempo ganado, y no perdido.
El ocio, entonces, nunca ha sido bien mirado, goza de mala reputación y no es recomendable para jóvenes ni adultos, pues a los niños se les permite en el marco del juego y a los viejos se les comprende en relación con una vida cumplida.
Pero el pobre ocio no tiene la culpa. Él está allí, una joya que brilla escondida en el tesoro del tiempo, agazapada y sonriente, siempre dispuesta a ser tomada, lucida, exhibida, pero, sobre todo, una joya que puede ser pulida, desmontada, engastada en un nuevo dije, convertida hoy en anillo y mañana en prendedor o pisacorbata…
Porque el ocio debe “servir” para algo, pero ¿para qué? ¿Qué hacer con él? ¿Qué hacer con el tiempo del ocio, tan escaso en el atosigado mundo que construimos, tan negado por el afán de la producción, la reproducción y la postproducción?
Caminar; leer; escuchar música; cocinar; tener una actividad deportiva o artística; mirar caer la tarde; oler el aire quieto de mediodía; conversar; reír; escribir un poema, una canción; viajar; organizar el encuentro de compañeros de colegio; remover la tierra de las matas; abrazar a los amigos y a los amores; preparar dos capuchinos con helado; visitar ese museo, ir a ese parque; quitarse los zapatos –y las medias- y abrazar la hierba con los dedos; dibujar; desafinar a todo pulmón en el concierto; comer y agradecer la fruta, los dientes, el jugo, los sabores…
Hay mucho que hacer con el tiempo del ocio. El asunto está en no esperar a que llegue, sino en abrir, de tanto en tanto (y de más en más), un agujero en el tiempo para crear el ocio, con la gratuidad del disfrute, porque ¿qué puede haber más bello que cerrar la novela en el punto final, o adentrarse en un cuadro de paisaje que agrada al espíritu, o secarse el sudor y beber lo fresco del agua después de un partido de fútbol con los amigos de siempre, o servir la comida y sorprender a los comensales con sabores exóticos, distintos?
¡Hay que crear el tiempo del ocio! y hacer de cada día el espacio propio, singular y placentero, pues, al fin y al cabo, es el tiempo de cada día, el tiempo de la vida entera.